Cada once de agosto celebro el aniversario de mi mastectomía lateral izquierda, una operación que marcó un hito significativo y feliz en mi vida.
Este libro relata algunos de los hechos en torno a mis vivencias con el cáncer de seno como enfermedad, así como algunos detalles específicos a mi mastectomía. Les contaré cómo descubrí el cáncer, qué medidas se tomaron para eliminarlo, qué tipos de dolor sentí después de la mastectomía, y cuáles fueron los efectos postoperativos.
Luego surgen otras reflexiones, todas a título muy personal, sobre la gran maraña de temas afines, como el temor a la operación y a la muerte, la inevitable pregunta «¿Por qué a mí?», la feminidad y la autoimagen corporal, el sexo y los senos o su carencia, el cáncer comparado con otros tipos de problemas de salud, el inmenso valor del apoyo emocional durante los momentos de crisis, la admirable franqueza en el siglo XXI hacia las enfermedades, y mucho más.
Deseo expresar desde el comienzo que no es mi intención decirles a otras sobrevivientes o pacientes de cáncer de seno: «Esto es lo que deben sentir. Así es cómo deben reaccionar. Este es el camino que deben elegir.» ¡De ninguna manera! Sus emociones, reacciones y preferencias médicas son todas personales.
Si mis palabras pueden serles de ayuda e infundirles valor a otras mujeres que han pasado o están pasando por lo mismo, eso de por sí será una gran recompensa. Sin embargo, este libro está dirigido principalmente a las muchas mujeres en quienes aún no se ha desarrollado cáncer de seno pero que lo sufrirán en el futuro, así como a aquellas que temen esta posibilidad. He escrito este libro para decirles a todas ellas que el cáncer no tiene que estar incluido dentro de los mayores traumas de sus vidas. Al contrario, con suerte, podrán seguir viviendo y haciendo todo lo que hacían antes. Podrán surgir de sus experiencias mejor que antes: más saludables y felices.
Yo sé que esto es cierto porque me ocurrió a mí. A continuación, sigue el relato de cómo sucedió.
A fines de julio, en el lapso entre el diagnóstico y la cirugía, empezó a deslizarse en mi conciencia el temor a la muerte. Esta operación sería totalmente diferente de las anteriores. Todas ellas habían sido para corregir lo que yo llamo problemas mecánicos y no para tratar enfermedades de riesgo mortal. Además, con las otras operaciones había sido más joven y fuerte.
En 1998 era ya una mujer madura, menopáusica y con unas 25 libras de más a pesar de caminar y entrenar con pesas habitualmente. Descubrí que esta vez sentía vívido el temor a morir de infarto o de derrame cerebral en la mesa de operaciones. Así que hice una lista de las personas a quienes legaba algunas de mis pertenencias en caso de morir y programé un viaje relámpago a Kansas City, Missouri, donde viven mi madre, cuatro de mis cinco hermanas y varios miembros de sus respectivas familias.
Cuando les comuniqué a mi mamá y a mis hermanas la noticia de mi mastectomía descubrí que no estaban de acuerdo con mi decisión, posiblemente como alguna manifestación de su propio temor al cáncer de seno. Opinaron que debía elegir la cirugía conservadora seguida de radioterapia, quizás porque es lo que ellas hubieran elegido como primera alternativa.
Efectivamente, un año después, mi madre eligió cirugía conservadora más radioterapia como el tratamiento para su propio cáncer de seno. Dada su edad avanzada y sus problemas cardíacos, una mastectomía hubiera sido demasiado riesgosa. Me alegra informarles que se recuperó bastante bien y que ya cumplió 92 años de edad. Como ven, este es un buen ejemplo de por qué las decisiones médicas deben basarse sobre la salud general, la edad, el tipo de enfermedad y toda una serie de factores adicionales. De hecho, los tratamientos no vienen en talla única.
A diferencia de mi familia, prácticamente todas mis amistades aquí en Denver aplaudieron mi decisión a favor de una mastectomía y afirmaron enfáticamente que ellas hubieran elegido exactamente lo mismo. La discrepancia me pareció tan curiosa como inquietante. Ansiaba y necesitaba el apoyo y cariño de mi familia. Pero parecía que no podía hacerles entender por qué estaba eligiendo la mastectomía y, a su vez, ellos se mostraban confundidos y, a ratos, hasta fastidiados, por mi aparente calma y optimismo. Después de la operación conocí a algunas otras personas con esa misma actitud, como decepcionadas de que toda mi experiencia no me fuera más traumática.
No quería causar ningún conflicto en mi familia en ese momento. Ya bastantes habíamos tenido el año anterior cuando leyeron el manuscrito de mi única novela Apart from You. (El libro fue publicado por Wildside Press en junio del 2000 y la edición modificada fue publicada por Amazon en 2010.)
Varios miembros de mi familia se opusieron de manera violenta a ciertas partes del libro. El conflicto llegó a un tono tan discordante, y me hirió tan profundamente, que hasta hoy me pregunto si mi prolongado dolor emocional tuvo algo que ver con la aparición del cáncer. En otras palabras, creo que la intensidad y la duración de la angustia interna que viví pudo haber disminuido mi resistencia contra la amenaza que se ocultaba en mis genes.
¿Hubo, efectivamente, una relación entre mis sentimientos heridos y el cáncer? Lo más probable es que esa pregunta no tenga respuesta. Y en los años transcurridos desde mi operación, el correr del tiempo junto con muchas ocasiones de intercambio y cálido contacto con mi familia han nublado los penosos recuerdos del inesperado conflicto por mi novela y las decisiones sobre mi salud.
Es desafortunada la familia que no puede superar los detalles y desacuerdos desagradables, aun cuando en su momento hayan sido problemas verdaderamente importantes y no pequeñeces.
Nunca se me pasó por la cabeza no ver a mi mamá y hermanas antes de la operación. El pasaje que compré a último momento me costó $830 —una cifra escandalosa por un vuelo de sólo 75 minutos. Pero lo pagué y me fui de visita el fin de semana del 24 de julio.
Es algo de lo cual nunca me voy a arrepentir. Tratamos muy poco mi enfermedad y cirugía pendiente, por lo cual estuve agradecida. Más bien, conversamos largo sobre otros asuntos (sobre todo, de familia), disfrutamos de muchas comidas reconfortantes y fuimos de paseo.
Casi cada vez que voy a Kansas City, debo incluir una escapada al fabuloso Museo de Arte Nelson–Atkins y al Rozzelle Court, su restaurante en el atrio interior. Este viaje no fue la excepción. Al verme rodeada por la gloria de obras de arte y artefactos de un pasado lejano, fue más fácil distraerme de mi presente y futuro inciertos.
A pesar del dolor constante por la biopsia, y de los momentos solemnes y sosegados que pasaba reflexionando en la bañera todas las mañanas contemplándome el pecho que pronto me faltaría, puedo decir que esta visita me llenó de alegría.
Incluso el clima cooperó. Fui preparada para el característico calor húmedo y brutal de fines de julio del medio oeste. Como crecí en South Bend, Indiana, ya conocía ese calor. Pero durante mi visita pasó una prolongada ola de frío, donde las lluvias nocturnas sobre el tejado de la antigua casa de campo de mi hermana mayor y su esposo fueron sumamente relajantes.
En Monatco, el taller metal–mecánico que administraba mi cuñado Timm Ferguson en Kansas City, Kansas, conversé con sus padres, Glenn y Colleen. Nadie les había explicado aún el motivo de mi corta y sorpresiva visita. Colleen se mostró tan simpática y cariñosa como siempre. Me dio un fuerte abrazo y me felicitó por mi nuevo corte de pelo diciéndome que me hacía ver «más fresca y juvenil». Ese comentario me levantó la moral, que buena falta me hacía.
Me apena que esa fuera la última vez que vi a esa pareja. Colleen falleció de insuficiencia cardíaca a fines de enero del 2001, y su acongojado esposo la siguió unas cuantas semanas después. Y sólo ocho años después falleció de cáncer pulmonar su hijo Timm, el esposo de mi hermana Margot durante 40 años.
¡Ah, lectores! Si algo aman a sus padres y suegros, abrácenlos todas las veces que puedan. Nadie sabe cuándo será la última vez.
Fue justo el 27 de julio, a punto de abordar el avión de regreso a casa, que sentí más que nunca el temor a la muerte. La despedida con mi hermana mayor fue muy dura.
Margot me abrazó con fuerza y yo no podía contener las lágrimas.
—Todo va a salir bien —me dijo—. Vas a ver que sí.
Pero ella también lloraba.
—No estoy tan segura —le respondí.
Y me tuve que ir.
* * * * *
Unos cuantos días después hubo otra reunión social que resultó ser muy simpática.
Desde 1976 doy clases mixtas de acondicionamiento con pesas. Ahora las doy en mi casa, y no en algún local comercial. Hasta hace unos cuantos años, tres de mis alumnas eran Peggy Dinkel y sus hijas Laura Arundel y Vanessa Caniff. Otra hija de Peggy, Julia Dybdahl, también solía asistir a mis clases. El 2 de agosto de 1998 Peggy celebró su cumpleaños número 65 —Vanessa había cumplido 30 el día anterior— para lo cual organizaron una gran parrillada en la casa de Julia a la que fuimos invitados David y yo.
Durante varias horas comimos y reímos celebrando la vida y la familia. Al ver a los niños jugando, me invadió el sentimiento intenso de que, pase lo que le pase a cada persona, la vida sigue igual. El total es mucho más grande que las partes.
Las pocas mujeres en la fiesta a quienes comuniqué la noticia de mi cáncer y operación —faltaban ya sólo nueve días— tomaron la noticia con calma y expresaron su total acuerdo con respecto a la mastectomía sin reconstrucción del seno.
—Tienes razón —afirmaron todas—, es exactamente lo que yo haría en tu lugar.
Eran palabras que me daban la seguridad que necesitaba.
David y yo guardamos fotos maravillosas de ese día, y aún tengo algunas sobre la puerta de la nevera. Le tomé una foto a David jugando con Princess, la perrita negra de los Dybdahl. Y dos de los nietecitos de Peggy, Emily e Ian, se dejaron caer espontáneamente en mi falda para una foto. Era como si yo fuera una tía favorita y no una total desconocida. Cada vez que veo esa foto, la felicidad que irradia de nuestros rostros me sigue transmitiendo otro tipo de seguridad.
Confianza, afecto, cariño, celebración: son constantes universales que sobreviven a cualquier infortunio.
La noche anterior a la mastectomía, David y yo salimos a comprar una cámara Polaroid. No teníamos aún cámara digital y sabíamos que ningún estudio revelaría las fotos que yo quería que David me tomara: fotos de mi cuerpo desnudo, entero por última vez. No sólo quería recuerdos de ese cuerpo, sino pruebas patentes y perdurables de la última imagen completa de mí misma.
En esas fotos no hay indicios de la enfermedad, ni del temor e incertidumbre que sentía.
Las pequeñas fotos simples y granulares de esa sesión nunca podrían ser aceptadas como arte. No hicimos ningún intento por embellecerlas o suavizarlas para crear una imagen diferente de la mujer madura y regordeta que era y sigo siendo. Simplemente me paré ahí sin ropa, en el baño y luego en el pasillo, para que mi esposo y la maravilla tecnológica que sujetaba en sus manos capturaran mi «Antes», el cuerpo que él había conocido y amado por más de treinta años.
Aquella noche ninguno de los dos tenía una idea concreta de cómo se vería o se sentiría mi «Después», o de cómo reaccionaríamos ante los cambios. Por eso, queríamos esas fotos, pruebas de mi propia imagen y vida antes de la intervención.
Más adelante vendrían las fotografías de mi cuerpo después de la operación. De alguna manera, queríamos y sentíamos la necesidad de documentar todo el proceso.
Hay las fotos tomadas la víspera de la cirugía. Hay una del vendaje con el tubo de drenaje y la bomba de succión que tuve puestos durante tres días después de la operación. También hay otras de mi cuerpo libre del vendaje: imágenes impávidas de mi torso desnudo con su larga y roja cicatriz.
Luego, dos años más tarde, tomamos fotos de mi torso ya recuperado, de mi cuerpo con diez libras más de peso, pero otra vez bastante fuerte —y de mi amplia sonrisa, reflejo de una nueva alegría y paz interior.